viernes, 24 de febrero de 2012

Contra la fatiga de la mirada y el escepticismo del mirar: sobre “Viewmaster”, de Gastón Carrasco


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Por Gonzalo Gálvez Espinoza



I.

Antes de que existiese el cine 3D, antes de que se habilitasen salas especiales para proyectar las películas de ese cine, y antes de que los espectadores se pusieran esos ridículos y molestos anteojos para vivir la experiencia, hubo una más doméstica e íntima, una en que el guión era la imaginación propia. A finales de la década del treinta, se presentó en Estados Unidos el ‘View Master’, un dispositivo que se acerca a la vista, y por el cual se pueden ver en tercera dimensión siete cuadros diferentes. El secreto está en el disco que se inserta: contiene catorce fotografías, o mejor dicho, siete pares de fotografías, donde cada par está compuesto por dos imágenes sutilmente distintas. Así, cada ojo mira una imagen de cada par, lo que da una sensación de profundidad. Es lo que se conoce como estereoscopía.

Recuerdo haber conocido un ‘View Master’ en mi infancia. Corría el fin de los ochenta y el inicio de los noventa. Lo recibí como gran novedad, sin saber que se trataba de algo que cargaba ya con casi cincuenta años de existencia. No era el único de mi vecindario que me entretenía en esa cajita roja de las imágenes, por lo que supongo que la moda infantil de los ochenta no era más que el resultado de un buen empeño comercial por hacer circular en el mercado versiones remozadas de este dispositivo.

Cada disco contenía una historia diferente, de modo que entre los amigos los intercambiábamos. En ese entonces, yo daba por sentado que al pasarle a otro un disco mío, estaba pasándole la misma historia que yo había percibido a través del ‘View Master’. Hoy me doy cuenta de que lo único que nos venía dado era la secuencia de siete cuadros, y sólo ella podía pasarse de espectador a espectador. La historia que urdíamos a partir de ellos, sería distinta en cada caso. La ausencia de diálogos y, por supuesto, de sonidos, nos volvían coautores de la historia que disfrutábamos. El disco nos ponía las imágenes, nosotros el guión, y el ritmo al que las pasábamos.

II.

En noviembre de 2011, Gastón Carrasco Aguilar publicó el cuaderno de poesía viewmaster, perteneciente a una serie aparecida bajo el alero de la Biblioteca de Santiago. Se trata de diecinueve poemas.

La contratapa del libro consigna que su autor nació en Santiago, en el año 1988. El autor, como yo, probablemente tuvo en su niñez un ‘View Master’.

III.

Decía que sobre la secuencia de cuadros que mirábamos en nuestros ‘View Master’, poníamos la historia que nuestra imaginación quisiese, tal como sobre un conjunto de poemas podemos poner lo que la imaginación dicte. No se trata más que de un ejercicio de lectura. Porque si hay algo nos enseña el escepticismo, es la desconfianza natural a lo puesto frente uno: una fotografía, por ejemplo, no es la realidad fotografiada, sino un registro, una versión de la realidad. La secuencia de cuadros de un ‘View Master’ no es la historia que pretendía representarse, sino la propia que nos figurábamos. Y estos poemas de Carrasco Aguilar, no son los que se nos muestra, sino lo que podemos leer, la forma en que nos vinculamos a lo que leemos. Nuestra propia lectura, en otras palabras.

Y para mí, éste no es ni un libro en germen, ni un librillo autónomo. Lo que yo veo aquí es una antología, en la que un tal Carrasco Aguilar figura como antólogo. Lo que no sé es si se trata de obras escogidas de diversos escritores cuyos nombres no aparecerían, o de poemas de diversos libros de un mismo autor, cuyos títulos no se individualizan.

Es que, en efecto, los diecinueve poemas aquí aparecidos son de tonos y pretensiones tan diferentes, que no puedo sino pensar que se trata de una colección que a mucha fuerza cupo en un mismo libro. Hay textos en prosa (p. 5) y textos en versos (p. 6); poemas de mucho asfalto (p. 5) y otros más bien láricos (p. 13); poemas de un tono más bien lírico (p. 7) y otros de un tono más bien coloquial o narrativo (p. 10); poemas largos y descriptivos (p.13) y otros más bien escuetos (p. 11), tanto como para carecer incluso de verbo. No sé si semejante diversidad sea un defecto. No lo creo. El defecto sería mantener esa dispersión en una publicación próxima. Por lo pronto, Carrasco Aguilar muestra que tiene pluma para pasar de una forma a otra con cierta habilidad, y que se está buscando; y como quien busca encuentra, no me queda más que esperar algo más definido en un nuevo conjunto de poemas.

No me caben dudas de que el oficio curará ciertos ripios (como decir “la niña de al medio”), hará más sobrias las referencias cinéfilas (como a “Hierro 3”), y guardará más distancia de formas ya conquistadas (como la imagen de la lluvia golpeando el zinc, porque, entre otros, ya es de Teiller “el país de techos de zinc”).

IV.

Pero si de este sitio del suceso me pidiesen recoger tan sólo una muestra, la que sería suficiente para desentrañar el ADN del libro, ¿qué tejido recogería?, ¿dónde hay mayor concentración de fragmentos del todo?, ¿cuál es el poema que es en gran medida los otros poemas? La respuesta: “Kinder a ciegas”, que transcribo:

“En una fotografía de Auguste Sander

tres niñas están sentadas en una misma banca.

Las tres niñas, libro en mano, leen con sus dedos.

Detrás de ellas hay un muro de ladrillos

un trozo de ventana y cortinas a medio correr.

La niña de al medio usa lentes

a lo John Lennon”. (p. 18)

¿Por qué este poema? Porque el que lee el poema, mira el texto que tiene frente a sí, y al leerlo está mirando a la vez la fotografía que está desdibujada en el texto mismo. Son dos imágenes que se superponen, tal como en un ‘View Master’. Y si en éste es la percepción binocular la que crea la ilusión de realidad, al mostrarnos una imagen profunda, en el poema, es la experiencia bifocal la que crea la ilusión de una realidad distinta, propia de una nueva experiencia de lectura. El poema es aquí nuestro ‘View Master’ de la infancia: un dispositivo por el que miramos una fotografía sobre la que volcamos nuestro propio relato: el que inventa la imaginación, para quien no conoce el cuadro de Sander; el que recuerda la memoria, para quien sí conoce el cuadro; o el que se reescribe en una mezcla de imaginación y memoria, para quien cree que recuerda, pero por olvido termina formándose una nueva versión de la fotografía. Como buen dispositivo ilusorio, además, el poema nos da la propia sensación de profundidad: detrás de las niñas del primer plano “hay un muro de ladrillos/ un trozo de ventana y cortinas a medio correr”.

Pero hay otra cosa: el cuadro que aparece en la fotografía (tres niñas ciegas que, sentadas en una misma banca, leen cada una un libro escrito en sistema Braille) salva la contradicción que Carrasco Aguilar nos enrostra a lo largo del libro: que hay que desconfiar de la mirada (“La vista se cansa. El recuerdo no es legible”, p. 17), pero que a la vez del cansancio sólo se puede renacer a través de la lectura (“La lectura: el vuelo de la resurrección”, p. 11). Las niñas ciegas de la fotografía hacen un gesto radical: no se fían de una mirada que no tienen, pero son capaces de renacer, de vincularse de nuevo al mundo, a través de la lectura. Cuánto quisiera esta radicalidad el escéptico y fatigado hablante de estos textos. En un mundo saturado de imágenes, y en donde prolifera la confusión entre objeto representado y objeto mismo (crítica creencia a la que nos ha llevado la foto de reportaje o, más aún, la foto de la crónica roja), no puede resultar más que la fatiga de la mirada y el escepticismo del mirar. Carrasco Aguilar da cuenta de ello en estos poemas. Las niñas de Sander dan cuenta, sin embargo, de que a pesar de la mirada estropeada, cansada o escéptica, siempre queda el gesto de renacer en la lectura. Aunque la lectura se alcance a rozar apenas con la punta de los dedos.

Quilpué, enero de 2012