sábado, 16 de marzo de 2013

Manuel Rojas, a 40 años de su muerte

Publicado en Revista Terminal




Tal vez sea como ver a un edificio desplomarse, o más bien como observar a un gran elefante blanco incapaz de mantenerse en pie por los años. La imposibilidad de sostenerse por sí mismo sea quizá el más brutal de los males que aquejen el orgullo de un hombre, hombre o animal que justamente se distingue en su postura. Imagino entonces a los cercanos de Manuel Rojas ver a ese elefante blanco recibirlos en su casa, ya aquejado por una úlcera irremediable tras varias operaciones, sin tener la aprobación médica siquiera para levantarse. Aun así, el narrador chileno más importante del siglo XX (para criterio y discusión de muchos) se vestía y arreglaba para estar presentable ante sus amigos. Rabiaba y, tozudamente, insistía en levantarse. “En definitiva, no servía para enfermo, se impacientaba, no toleraba verse disminuido. Era luchador por naturaleza”, nos dice Julianne Clark[1], su compañera por ocho años, en una de sus últimas visitas al autor.


En un “estilo imperceptible”, según el juicio de Alone, el autor de Hijo de ladrón deja fluir su escritura de manera destacable en las letras nacionales. El crítico destaca esa capacidad de Rojas de hacernos involucrar en su obra sin entender o ser conscientes de los procesos que lleva a cabo para tales efectos: “No se sabe cómo está hecho. Volvemos a hallar en él una especie de ausencia producida, acaso, por la impasibilidad objetiva del tono, por la nitidez absoluta de la imagen y el paso parejo que recorre con ritmo seguro una superficie lisa. Leemos como respiramos, con toda naturalidad”[2].
Rojas en varias ocasiones reconoce ser un profuso escritor, un autor cuya facilidad de escritura se contrapone a una particular dificultad para quedar conforme.  Las copiosas actualizaciones que hace el autor a sus cuentos (desde el uso léxico o la sintaxis hasta conversiones de dinero)[3] nos hablan de una vitalidad sin parangón. Digamos que esa personalidad impaciente, siempre activa, que destacan sus amigos, se vuelca en los textos de manera excepcional. La vida o la experiencia, en cierto sentido, permanece; muy a la manera en que Benjamin lo hubiese pensado. Ese escepticismo en cuanto a las posibilidades; reinstaurar la Erfahrung genuina en el mundo moderno capitalista parece suspenderse en ciertos textos de Rojas. Al menos es agradable pensarlo. De hecho, los mismos mecanismos que llevan a Benjamin a pensar en la novela como representante de individuos en su entera soledad, incapacitados de dar cuenta de los hechos que les afectan, carentes de orientación e imposibilitados de dar consejo alguno, son los que ocupa Rojas para dar con Hijo de ladrón, quizá uno de los hitos más destacables de la literatura nacional del siglo pasado.


En el prólogo de “Antología autobiográfica” (edición 2008), José Miguel Varas narra la percepción al momento de publicarse el libro más reeditado de Rojas, pues, con Hijo de ladrón, se inauguraba la literatura chilena en prosa, “era la primera novela moderna, de nivel internacional, que incorporaba con legitimidad no solo la fuerza de los grandes rusos, sino, además, buena parte de las innovaciones formales del siglo XX”[4]. En sus líneas, se presenta por vez primera el país de manera “real”. La cuestión del realismo en Rojas da para una discusión de largo aliento, sobre todo en la tetralogía liderada por su personaje Aniceto Hevia, pero es posible establecer que su trabajo novelesco (más allá de los cuentos) pone en conflicto las bases realistas importadas de la literatura europea realista del siglo XIX.  La técnica o adaptación de los recursos prousianos y de toda la vanguardia literaria del siglo XX, como bien dice Varas, pone en el mapa a Rojas y su más bullada obra en la avant-garde de las letras nacionales (para el pesar de otros autores relacionados con la generación del 50, y para la alegría de otros, cercanos, y admirados por el autor). En este punto, para muchos críticos, Rojas estará en las bases de lo que será el boom latinoamericano.
Para 1951, antes de la publicación de Hijo de ladrón, Manuel Rojas era un escritor apreciado por sus pares y por cierto lado de la crítica, pero con un escaso público lector. Será desde este punto en adelante donde las publicaciones se masificarán, su figura tomará un aire oficial para las letras nacionales y sus textos empezarán a ser parte estable de las estanterías de las escuelas del país. Aun así, parece ser que no hemos leído con bastante detención la obra del autor y no hemos sido capaces de descifrar el proyecto humano/político tras ella. Ciertamente, quedan aún kilómetros por recorrer y cordilleras por cruzar. La caída de los grandes no puede hacer más que remecernos. “¿Qué estamos esperando?”, era una de las frases más utilizadas por Rojas; fue la última también.

[1] Clark, Julianne. Y nunca te he de olvidar. Santiago: Editorial Catalonia, 2007.
[2]Alone. “Hijo de Ladrón de Manuel Rojas”. En El Mercurio, 8 de Septiembre de 1951.
[3] Sobre este punto, se recomienda revisar el trabajo de Ignacio Álvarez “La escritura en tiempo presente: Manuel Rojas corrige sus cuentos (1926 – 1970). Texto disponible en la página de la Fundación Manuel Rojas.
[4] Varas, José Miguel. “Prólogo” a Antología autobiográfica. Santiago: LOM, 2008.

domingo, 17 de febrero de 2013

Derramado en el recuerdo

publicado en Revista Sojun


Sobre Jerez volcado de Jorge Spíndola.
Por Gastón Carrasco A.
Al leer Jerez volcado (2009) del poeta patagónico argentino Jorge Spíndola (1961) entramos a un lugar intermedio, de cruces lingüísticos, sensoriales y espaciales. Dejar caer el vaso y derramar el líquido sobre el mesón de un bar es la imagen de entrada que evoca el título del presente libro, título personalizado por el jerez, licor de preparación particular y de una larga data de intercambio o transacción comercial.
El primer apartado del conjunto, “La frontera”, establece los parámetros dentro de los cuales podemos leer el libro. El espacio, la lengua, todo es frontera. La misma disposición del texto inicial da cuenta de una fractura. De ahí, el poema se abre a una serie de elementos decidores del ser parte del límite: poetas bilingües, sudacas contaminados tex mex chicanillos, palabras quechuas ingresando en lo urbano, contaminación de voces o de almas en el sur. Toda configuración espacial se vuelve un lugar de transacción o mestizaje.
“La frontera será como un tenue campo de manzanillas”, según el verso de Elder Silva.
De manera más o menos estable, la voz presente en los poemas de Jerez volcado se deja llevar por un lenguaje coloquial. Pero más allá, una coloquialidad tratada desde el afecto. La manera en que se retratan personajes como “el último mohicano”, “cotal el albatros”, “la Pereira”, “loly” o “las tres viejas borrachitas detenidas en el barrio del progreso” evoca la necesidad de dar cuenta de un mundo muchas veces silenciado. La particularidad de cada uno de los personajes los hace acreedores de la atención y fijación del poeta. Todo a manera de retribución por parte de este.
La precariedad del recuerdo, entroncada a la precariedad de los personajes mostrados, nos insinúa una intención de construcción identitaria por parte del autor. La voz nos habla de un lugar, tiempo y personajes que conoce y reconoce en su recuerdo. El espacio es compartido. Los momentos, las anécdotas, una forma de comunidad anheladas.
En cierto sentido, todo se vuelve parte de un flujo mayor caracterizado en lo que vagamente llamamos memoria. Tenemos entonces a un hablante asumido como “hombre viejo” que recorre mirando desde su sitial presente hacia los años de su niñez y juventud. De esto va, por ejemplo, “Ítaca”, poema prosaico escrito dirigido hacia una segunda persona que perfectamente puede ser el mismo hablante. Desde el epígrafe de Kavafis “Ten siempre a Ítaca en tu memoria llegar a ella es tu destino” se establece el intertexto con Homero.  Más allá de la idea del viaje o la navegación, el trabajo con el “volver” se vuelve el dictum.
La foto de tu hijo confundida con la de tu abuelo en blanco y negro. Levantarse sobresaltado a media noche, las voces de gentes que se agitan, trabajar la tierra de otros, son imágenes que se van sucediendo a modo de llegar, paradójicamente, a ese volver:
algunas noches sientes, sin embargo, que algo vuelve y navega en tu cabeza
la imagen morada del ciruelo florecido tras la escarcha
siempre regresas al patio de la infancia a calmar los ladridos de ese perro.
Ese siempre regresar al patio de la infancia, en un conocido tono lárico para nosotros, se desenvuelve y establece como regla. El dictum, volver, tiene marcado ese rasgo de imposibilidad, de ser siempre ficción. Aunque el poeta sabe sortearlo mediante lo sensorial. Todo el libro va desencadenando versos en torno a los aromas, los sonidos, incluso lo palpable de ciertas situaciones: “asociamos el olor de las lavandas con ciertos pasillos largos vistos en la infancia”. Todo, a estas alturas, con la edad de nuestro hablante, se trata de asociar. Los objetos tienen la reminiscencia de un tiempo y lugar otro, un tiempo y lugar pasado que se anhela.
Como en ese poema de la Mistral sobre el pan, la materialidad de los objetos se vuelve el motor y combustión del recuerdo. La voz hablante va haciendo un recorrido por su memoria, tal cual lo haría el jerez sobre la mesa, sin destino claro, determinado por la gravedad, para terminar en el suelo y ser trapeado por la chica linda de la barra.

De Jerez volcado
ítaca

Ten siempre a Ítaca en tu memoria llegar a ella es tu destino…
Constantino Kavafis
cuando vuelves a ítaca no vuelves a ítaca exactamente porque ella no es la misma ni tú eres el de entonces. cuando en sueños entras en la casa de la infancia y tu madre es esa mujer muy alta de espaldas en la luz, no vuelves a ningún sitio de esta tierra, sólo son reflejos, lumbres de una isla que navega y te busca a la deriva; ítaca entrando en sueños pregunta por tu nombre.
hay noches en que esa isla recala en otros sueños. entra en bares o en oscuras estaciones donde se emborracha de murmullos, de otras voces, pero jamás deja de soñarte. a veces ítaca encalla en mares aún ignorados por nosotros y entonces tienes sueños equívocos y errantes.
a veces ves en sueños el rostro de tu hijo y lo confundes con esa foto de tu abuelo: niño en blanco y negro que sonríe un mediodía de luz allá en las islas abandonadas por el hambre. es sólo la imagen de tu abuelo o de tu hijo un día desconocido y olvidado para el mundo, menos para ti, que sabes que aunque olvidado en un cajón, hay otro instante de tu existencia más remota y luminosa.
te despiertas sobresaltado algunas veces. te sientas en la cama y ves o hueles el perfume de esa mujer que duerme a tu lado con una respiración tan suave como el tacto. sientes que tal vez ella es como esa isla: sus sueños no te pertenecen. un oscuro bosque de silencio se alza tras los párpados cerrados.
te levantas, vas al día. hay voces de gentes que se agitan, trabajas la tierra de otros, no tu tierra. pides que no te pisen caminas por la cuerda, caras de clown en los semáforos. bailas entras al almacén sin brújula navegas en un cyber. mandas mensajes a telémaco, le dices que arde troya todavía y que anoche, justamente, te soñaste con una tripulación encantada cayendo en la garganta de caribdis.
al final del día aún buscas algo en estas calles, el atardecer mancha todo el horizonte y en cierta nube crees adivinar alguna de sus formas. por un instante estás a punto de recordarlo todo para siempre pero las costas de esa isla ya son otras. sustancia desvanecida en la memoria.
algunas noches sientes, sin embargo, que algo vuelve y navega en tu cabeza la imagen morada del ciruelo florecido tras la escarcha
siempre regresas al patio de la infancia a calmar los ladridos de ese perro.

un instante fuera de juego

tengo la imagen de un estadio de provincia
cancha de arena contra el cerro
la medialuna del área fuera de escuadra
despintada
veintidós tipos ahí adentro jugaban un partido importante
por el campeonato regional
marcelino britapaja hizo un gol olímpico
en el preciso instante en que el viento
raspaba sobre el campo a ciento veinte kilómetros por hora
qué hacíamos mirando fútbol en el medio del tierral?
la arena voladora lijaba en las mejillas
la barra del club rodaba como un diablo envenenado
caíamos tablón a tablón
gritando qué golazo
gritándoselo en la cara a todo el cerro
hasta que una bandera gigante del club
se desplegó por toda la tribuna
y quedamos ahí adentro como felices en el silencio de no ver.
un instante fuera de juego
un vientre blanco/
cálido era el mundo afuera de ese vendaval